La historia del fotógrafo Sergio Larraín es la de una leyenda, un mito viviente rodeado de oscurantismo cultural, de misterio. Un genio de gran sensibilidad poética. Nacido en Santiago de Chile en 1931, hijo de un reconocido arquitecto, pasó rápidamente por la universidad de Berkeley que abandonaría al poco. Empezó a curtir su futuro fotográfico en unos largos viajes familiares por Europa y Oriente Medio. Con 18 años comienza a disparar su Leica IIIc, y de vuelta a Chile, allá por 1954, decide dedicarse profesionalmente a la fotografía. Monta su pequeño estudio y de forma independiente empieza a colaborar con la revista brasileña O Cruzeiro. En Valparaíso, principal puerto de Chile, conseguirá las mejores y quizás una de sus fotos más memorables, la de unas niñas descendiendo una de las tantas escaleras del puerto. Él afirmará sobre ella que es “la primera fotografía mágica nunca antes presentada”.
Se convirtió en hermitaño, aprendiz de la calle y fue aquí donde creció su mito. Fue, diría después, una “bonita época, en la que aprendí a conocerme a mí mismo”. El tema de los niños marginales que vivían bajo los puentes del río Mopocho le valió el reconocimiento social de diferentes instituciones, lo que le serviría como lanzadera para presentar su portfolio al Museo de Arte Moderno de Nueva York. Más tarde se vería trabajando para Magnum con una invitación de Cartier-Bresson. Sus reportajes del matrimonio del Sha de Persia con Farah Diva, la mafia siciliana, los trabajadores de las frías calles de Londres o los soldados de la guerrilla en Argelia fueron portadas en The New York Times, Life y Paris Match. “Larraín demuestra en su obra no sólo la miseria social, sino la pobreza del alma”, dice la académica Verónica Besnier.
Larraín es el fotógrafo chileno que más lejos ha llegado en el reconocimiento internacional, y a su vez, el menos publicado de sus colegas de la agencia Magnum. No obstante, él siempre se alejó de cualquier tipo de popularidad y en más de una ocasión señaló que “el dinero y el prestigio destruyen al hombre y sobre todo al artista”.
Desde finales de los años sesenta vivirá apartado, en contacto con el misticismo y en la búsqueda de salvar al mundo dejando un legado mejor a sus hijos y nietos. “La idea es muy simple. Vivo en Ovalle hace casi 20 años, para estar tranquilo, y sobre todo para que ningún periodista me huevée. Por eso no doy entrevistas hace más de 30 años. Sencillamente, no quiero saber nada del mundo y, por lo demás, no me interesa en lo más mínimo figurar”.
Su máxima sobre la fotografía, según sus palabras: «solo se consiguen buenas fotos cuando uno hace lo que de verdad le interesa, o sea, escoger uno mismo sus temas … dibujar con lápiz y un bloc es la mejor manera de entrar en un tema … trabajar sin tiempo, durante meses, años, hasta sentir que uno lo ha logrado … es lo que da fotos que se sostienen … en general los trabajos de encargo no dan fotos buenas realmente … es como la poesía, uno debe hacer su gusto, nada más …».
Entre el 1 de julio y el 1 de septiembre de 2013, Los Encuentros de Arles presentará la mayor retrospectiva del fotógrafo en este festival de referencia en el calendario artístico, que nació en 1969 con el fin de dar a conocer y facilitar la actividad fotográfica mediante exposiciones, seminarios y conferencias.
La exposición ha sido organizada por Magnum Photos y coproducida por los Encuentros de Arles y Marsella-Provence. La Fundación Cartier Bresson acogerá una versión diferente con copias de época antes de comenzar su itinerancia internacional.
